martes, 27 de agosto de 2013

Cayó el canciller brasilero por la fuga del senador boliviano


LA FUGA DEL SENADOR ROGER PINTO DE BOLIVIA, CON EL APOYO DE FUNCIONARIOS BRASILEñOS, EMPUJO LA SALIDA DE PATRIOTA

El caso que derrumbó al canciller de Dilma

De acuerdo con los asesores de la mandataria, el ministro Patriota irritó más que nunca a Rousseff por desconocer lo que hacían sus subordinados. El senador boliviano está ahora en Brasil, denunciado por el gobierno de Morales como prófugo de su país.

Por Eric Nepomuceno (Página/12)
Desde Río de Janeiro
El comunicado oficial dice que en la noche de ayer el canciller brasileño Antonio Patriota presentó su renuncia. Quien conoce a Dilma Rousseff y su estilo entenderá que en verdad Patriota fue renunciado. Convocado para una conversación con la presidenta en el Palacio do Planalto al comienzo de la noche, entró en el despacho de Dilma como ministro y salió como diplomático a la espera de algún destino. Su lugar será ocupado por el hasta ahora embajador de Brasil ante la ONU, Luis Alberto Figueiredo Machado.
El detonante de su caída ha sido la rocambolesca historia de un subordinado menor, el ministro-consejero que estaba a cargo de la embajada brasileña en Bolivia, y que obedeciendo exclusivamente a sus parcas luces decidió contrabandear a Brasil, en un vehículo oficial, a un senador opositor que se encontraba asilado en la legación diplomática.
El senador en cuestión, Roger Pinto Molina, está ahora asilado en Brasil, denunciado por el gobierno de Evo Morales como prófugo de la Justicia en su país y con pedido de captura enviado a Interpol.
El diplomático de segundo escalón, Eduardo Saboia, no sabe qué pasará con su carrera. Su hasta ayer jefe, Antonio Patriota, sabe que su carrera termina sin pena ni gloria.
La verdad es que en los últimos meses Antonio Patriota, diplomático de trayectoria más bien gris, venía dando muestras de una formidable capacidad de irritar a la presidenta y a los estrategas de política exterior del PT, y a sorprender a analistas por sus actuaciones erráticas y carentes de consistencia. No perdía oportunidad para demostrar su falta de iniciativa, o para dejar claro que cuando decidía tener alguna el resultado era inconsistente.
El incidente que lo fulminó comenzó en mayo del año pasado. Fueron 455 largos días con sus largas noches. Durante ese tiempo Roger Pinto Molina vivió en un cuartito –él dice ‘cubículo’– en la embajada brasileña en La Paz, como asilado político, aguardando que el gobierno del presidente Morales emitiese un salvoconducto para poder viajar a Brasil, o que la presidenta Rousseff revisara la decisión y suspendiese el asilo concedido. El pasado viernes, poco después de las tres de la tarde, dos coches con patente diplomática –y con la misma inmunidad territorial de la legación asegurada por las normas internacionales– salieron de la embajada. Uno llevaba una escolta de fusileros navales brasileños. El otro, el encargado de negocios de Brasil en Bolivia, Eduardo Saboia, y Roger Pinto Molina, además del motorista y de otro escolta.
Han sido 22 horas de viaje hasta Corumbá, en Mato Grosso do Sul, donde un avión privado lo aguardaba para llevarlo a Brasilia. En el camino pasaron por cinco puestos de fiscalización vial: cinco veces en que Saboia esgrimió sus credenciales diplomáticas y exigió pase libre.
La presidenta Rousseff sólo supo de la aventura cuando Pinto Molina ya estaba en territorio brasileño. El canciller Antonio Patriota dice que tampoco sabía nada.
Terminó así la odisea del asilo de Pinto Molina, y empezó uno de los embrollos más complejos involucrando al Itamaraty, como es conocido en Brasil el Ministerio de Relaciones Exteriores. La serie de dudas e interrogantes sobre cómo se dio esa acción es similar a las que existen sobre la oscura figura de Roger Pinto Molina.
Uno de los principales dirigentes de la oposición al gobierno de Evo Morales, Pinto Molina es también autodenominado pastor de una de esas sectas evangélicas que se multiplican con la velocidad de hongos después de la lluvia. Responde a una nutrida serie de denuncias en la Justicia boliviana. Es acusado de venta irregular de tierras estatales, traspaso ilegal de fondos públicos, favorecimiento irregular de bingos y casinos, además de asesinato, al ser uno de los responsables de la masacre de campesinos en el departamento de Pando, en 2008.
Hay que reconocer que, a sus 53 años de vida, el senador ostenta un prontuario judicial digno de respeto: las acusaciones de las que es objeto conforman casi un Código Penal completo. Niega todo, por supuesto. Dice que es nada más que una víctima inocente de la persecución implacable e inhumana de un gobierno perverso.
Las causas judiciales existen desde fines de 2011. Mejor dicho: desde 2008, pero ha sido a fines de 2011 que avanzaron en la Justicia. En mayo del año pasado, el cerco empezó a cerrarse rápidamente. A mediados de aquel mes fue intimado a comparecer ante un tribunal. No apareció.
El 24 de mayo pidió que se lo convocara otra vez, y la nueva audiencia fue fijada para el primero de julio. El 28 de mayo, Pinto Molina ingresó a la embajada brasileña y pidió asilo diplomático, argumentando ser víctima de persecución política.
Tres días antes había viajado de La Paz a Cobija. Podría haber cruzado la frontera con Brasil caminando. Todavía no era, legalmente, un bandido. Pedir asilo ha sido, hay que reconocer, una iniciativa bastante más eficaz para alcanzar la repercusión ansiada por la derecha boliviana.
Aconsejada por su entonces ministro de Relaciones Exteriores, Antonio Patriota, que a su vez fue recomendado por el entonces embajador brasileño en Bolivia, Marcel Biato, Dilma concedió asilo diplomático a Pinto Molina. Y el tema se transformó en un callejón sin salida: el gobierno de Morales se negó a conceder el salvoconducto necesario para que el asilado fuese trasladado a Brasil, y el gobierno de Dilma se resistió duramente a rever la concesión del status facilitado al senador.
La intransigencia boliviana tenía como base los procesos judiciales contra Pinto Molina. La intransigencia brasileña, el respeto a la Constitución y a la tradición del derecho a asilo.
En los últimos meses la situación de Pinto Molina dentro de la embajada se hizo más dura. Si en los primeros tiempos él tenía acceso a teléfonos y concedía entrevistas, además de firmar documentos oficiales del Senado, casi siempre para justificar su ausencia en las sesiones parlamentarias, se determinó que no recibiese más que visitas de un familiar por vez y de sus abogados.
Causa de permanente irritación para el gobierno boliviano, el problemático embajador Marcel Biato salió de escena cuando Dilma finalmente decidió proceder a un nuevo examen del asilo concedido a Pinto Molina. Biato ha sido llamado a Brasilia para gozar de inesperadas vacaciones. En su lugar quedó el ministro consejero Eduardo Saboia, como encargado de negocios.
Mientras, las delicadas negociaciones seguían. La cuestión era buscar una salida viable para los dos gobiernos. Y, como de costumbre, las gestiones diseñadas y llevadas a cabo por Patriota no llegaron a lugar alguno.
Así las cosas, Eduardo Saboia decidió tomar la iniciativa. En clara combinación con un senador de la base aliada de Dilma, Ricardo Ferraço, del PMDB, sacó al asilado y lo trasladó por tierra a Brasil.
Dice que no hizo más que salvar la vida de un perseguido que estaba al borde de la desesperación y que podía cometer suicidio en cualquier momento. Dice que actuó movido por el supremo sentido de defender la vida. Dice que todas las negociaciones entre Brasil y Bolivia no eran más que un intento de embromar a un perseguido. Faltó decir que se considera un héroe de la humanidad.
Una vez que haya ingresado a Brasil, Pinto Molina no podrá ser extraditado a Bolivia. Curiosamente, quien estaba enfermo y al borde del suicidio no fue atendido por ningún equipo médico, no fue conducido hacia un hospital o clínica especializada: fue llevado a Brasilia, en andas como héroe, y está previsto que conceda hoy una conferencia de prensa.
Eduardo Saboia, por si fuese poco, cometió la imprudencia de decir que todo lo que hizo fue “ayudar a un hombre perseguido, como la presidenta Dilma Rousseff lo fue –perseguida– en el pasado”.
No se sabe hasta qué punto es ingenuo o si se trata de una de las más claras demostraciones de idiotez de que se tiene noticia en mucho tiempo.
De acuerdo con los asesores de Dilma, el canciller Patriota irritó más que nunca a la presidenta brasileña. Además de una serie de fallas anteriores, quedó claro que ni siquiera tenía conocimiento de lo que hacían sus descabellados subordinados. Lo del senador contrabandeado ha sido la gota que colmó un vaso que hace mucho estaba lleno.

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