miércoles, 3 de agosto de 2016

TRUMP O CLINTON: ¿QUIÉN CONDUCIRÁ EL IMPERIO Y CÓMO IMPACTARÁ EN NUESTRA AMÉRICA?

TRUMP O CLINTON: ¿QUIÉN CONDUCIRÁ EL IMPERIO Y CÓMO IMPACTARÁ EN NUESTRA AMÉRICA?



TRUMP O CLINTON: ¿QUIÉN CONDUCIRÁ EL IMPERIO Y CÓMO IMPACTARÁ EN NUESTRA AMÉRICA?

Por Leandro Morgenfeld

Cambio, Número 45, agosto 2016

 

Cerrada la larga etapa de las elecciones primarias, se vienen tres meses de intensa batalla electoral entre Hillary Clinton y Donald Trump. El magnate se recuperó en las encuestas y hoy la contienda tiene un final abierto. ¿Cómo impactará su desenlace en un mundo cuya economía no despega y se ve envuelto en novedosas tensiones geopolíticas? ¿Qué puede esperar Nuestra América del ciclo político que se inaugurará en enero de 2017?

Si bien es cierto que el “gobierno permanente” de Estados Unidos se mantendrá gane quien gane, no es exactamente lo mismo Trump que Clinton. Hace un año, los analistas políticos auguraban que la elección del sucesor de Barack Obama sería más o menos previsible. Por el lado del Partido Republicano, la novedad era que esta vez Trump iba a competir (había amagado en 2012, pero decidió continuar al frente de su reality “El aprendiz”, que le granjeó la popularidad de la que hoy goza). Si bien la atención ya giraba sobre la figura del excéntrico magnate neoyorquino, todos auguraban que, cuando se iniciaran las primarias, su mediática candidatura se diluiría, en favor de alguno de los representantes del establishment partidario: Marcos Rubio, Ted Cruz o Jeb Bush aparecían como favoritos entre más de una docena de aspirantes. Mes a mes, rompiendo todas las reglas de la política y protagonizando escándalo tras escándalo, Trump fue fagocitándose a cada uno de ellos, y terminó coronándose como el gran vencedor. Antes de la Convención partidaria de julio, presentó a su compañero de fórmula, el evangélico ultraconservador Mike Pence, gobernador de Indiana, a quien eligió para contener a la base partidaria, parte de la cual ve a Trump como demasiado liberal en algunos aspectos.
Entre los demócratas, todo indicaba que Clinton tenía allanado el camino para ser la primera presidenta de la historia de Estados Unidos. Sin embargo, la candidatura de Bernie Sanders, el auto-proclamado “socialista democrático”, generó un entusiasmo que pocos calcularon y que, sin contar con el apoyo del aparato, le permitió ganar 22 estados, cosechando más de 13 millones de votos en las internas (nada menos que el 46% del total). Así, Hillary, la fiel representante del establishment político de Washington y económico de New York, debió travestirse de progresista. Hasta tuvo que pronunciarse en contra del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), siendo que ella impulsó las negociaciones para su firma, cuando ofició como secretaria de Estados durante el primer mandato de Obama (2009-2013).
Quienes profetizaban que un triunfo de Trump era imposible ya no se atreven a tanto. Predomina la cautela en algunos y el pánico en otros. El inesperado triunfo del Brexit –Trump fue uno de los pocos líderes mundiales que apoyó abiertamente la salida del Reino Unido de Gran Bretaña de la Unión Europea– sumó más incertidumbre. El lunes 25 de julio, la cadena CNN dio a conocer una encuesta en la que por primera vez el candidato republicano superaba a su contrincante demócrata en intención de voto: 48% a 45%. Esos tres puntos de diferencia se estiraban a cinco si se incluían a otros dos candidatos: Gary Johnson, del Partido Libertario, y Jill Stein, del Verde. Una semana más tarde, tras la convención del Partido Demócrata en la cual fue oficializada la candidatura de Hillary –y recibió el apoyo de Obama, Sanders y Bloomberg, el ex alcalde neoyorquino–, Reuters daba a conocer otra encuesta. Allí se imponía la candidata demócrata por seis puntos, pero esa diferencia se esfumaba si se incluían los otros dos candidatos. El 31 de julio, el New York Times publicó un promedio de encuestas con un virtual empate técnico: 42,50% a 41,75%, con menos de un punto a favor de la ex primera dama. En síntesis, ya nadie duda de que la elección general del 8 de noviembre va a ser pareja. Cualquiera puede imponerse.

Qué representa cada uno

Las posiciones de Trump trascienden por sus exabruptos. Anclado en la xenofobia de parte de la sociedad estadounidense, acusa a los inmigrantes latinos de robar empleos que serían para los estadounidenses. También los culpa por la inseguridad (“vienen a robar, a matar, a violar”, declaró el año pasado). Su solución: ampliar el muro que separa la frontera con México, obligando al gobierno de aquel país a que lo financie, y expulsar a los más de 11 millones de inmigrantes ilegales. Además, se destacó por comentarios misóginos (por ejemplo, contra una reconocida periodista de la ultraconservadora cadena Fox) o por exigir que se prohíba el ingreso de musulmanes a Estados Unidos (le encanta criticar a Clinton por no hablar de “islamismo radical”, término considerado despectivo por los demócratas). Además, se alió con la poderosa Asociación Nacional del Rifle y se opone a cualquier tipo de nuevo control o regulación a la venta de armas, a pesar de los últimos asesinatos masivos, como el del 12 de junio en una discoteca gay en Orlando (el tirador pudo comprar un arma automática, a pesar de que había sido investigado por el FBI por presuntos vínculos con el Estado Islámico). Sin embargo, esto no explica todo el fenómeno. Trump logró el apoyo de millones de trabajadores afectados por la crisis económica que se inició en 2007-2008 y por la relocalización de industrias (Estados Unidos perdió 5 millones de empleos fabriles en los últimos 15 años, muchos de los cuales se mudaron a México o China, con salarios más bajos y mayores tasas de explotación). El magnate culpa al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) y advierte que el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) puede empeorar aún más la situación. Para cumplir con su lema, Make America Great Again (Hagamos a América Grande Nuevamente), hay que recuperar la industria, reeditar el sueño americano, obligando a China a arrodillarse y exigiendo a los socios de la OTAN que financien a las tropas del gendarme planetario para reducir el déficit fiscal y el endeudamiento público de Estados Unidos.
Si el magnate enfatiza los problemas económicos y la supuesta pérdida de hegemonía de Estados Unidos provocada por la debilidad de Obama para imponer la autoridad a nivel global, Clinton se presenta como la candidata preparada, responsable y que garantiza la continuidad. “América ya es grande”, señaló en su discurso en la Convención Demócrata. Estamos saliendo de la crisis y vamos a seguir liderando el mundo. ¿Cómo? Juntos. Su lema es Stronger Together, juntos somos más fuertes. Frente al discurso segregacionista de su oponente, Hillary se presenta como la candidata de las minorías. No es casual que lidere la intención de voto entre las mujeres, los afroamericanos, los latinos, los musulmanes y los gays y lesbianas. Sin embargo, pocos le creen. En muchos temas centrales, o modificó sus posturas, cuando Sanders la corrió por izquierda, o lo que propone se contradice con lo que hizo cuando fue senadora (votó a favor de la invasión a Irak) o secretaria de Estado (impulsó el TPP, al cual ahora dice oponerse). Clinton es parte de una de las últimas dos grandes dinastías políticas de Estados Unidos, que tanto irritan a los estadounidenses, como puede apreciarse por el éxito de House of Cards, la popular serie de Netflix. Además, es la candidata del lobby de Israel, que tanto poder concita en Washington. O sea, más allá de sus planteos progresistas (en su discurso en la convención partidaria hizo muchos guiños a las propuestas de Sanders), sigue siendo una de las políticas más rechazadas. No genera entusiasmo. En 2008, Obama le arrebató la candidatura demócrata, a pesar de que ella era la clara favorita. Este año, Bernie, aún teniendo en contra todo el aparato del partido, casi le arruina los planes. A pesar de que su desafío es contener a los millones que se inclinaron por el senador de Vermont, eligió a un candidato a vicepresidente integrante del status quo. No arriesga. Supone que entre el electorado más progresista o de izquierda terminará primando el miedo a que gane Trump, y que esos votos están más seguros. Eso explicaría la elección de su compañero de fórmula, para asegurarse capturar un estado clave como Virginia, y consolidar el apoyo latino (el senador Tim Kaine vivió en Honduras y habla español, por eso lo presentó en el estado de la Florida).
Aunque ya hace meses viene exigiendo que no se subestime a Trump, el reconocido documentalista Michael Moore publicó a fines de julio un texto que produjo un gran impacto en redes sociales y en la prensa de todo el mundo: “Las cinco razones por las cuales Trump va a ganar las elecciones”. Para entenderlas, hay que hacer algunas aclaraciones sobre el sistema electoral estadounidense. Primero, las elecciones en Estados Unidos no son obligatorias (Trump cuenta con electores más entusiastas, mientras que muchos jóvenes que se movilizaron y votaron por Sanders no van a hacer campaña por Hillary, a quien no le creen ni los entusiasma). Segundo, son indirectas. Cada estado reparte la totalidad de sus electores al que gane allí (winner takes all). Hay estados que votan siempre a los demócratas (azules), otros a los republicanos (rojos). Definen los swinging states, los que oscilan entre unos y otros. Según la matemática electoral, recuerda Moore, a Trump le basta con retener los tradicionales estados rojos y vencer en cuatro estados claves del Medio Oeste: Michigan, Ohio, Wisconsin y Pennsylvania. Estos, que suelen votar demócratas, desde 2010 eligieron gobernadores republicanos. Trump avanza allí en las encuestas, con la promesa de oponerse a los tratados de libre comercio y proteger los empleos fabriles (lanzó audaces propuestas para relanzar la industria automotriz y del acero). A esto se suma el componente misógino y xenófobo al que apela el magnate, que tiene llegada a una porción de la “América profunda”.

La elección vista desde Nuestra América

¿Quién es más conveniente para América Latina? ¿Trump o Clinton? En primer lugar, ambos gobernarán de acuerdo a las presiones y límites que ejerce la gran burguesía estadounidense (son dos fieles exponentes del capital financiero más concentrado de Wall Street) y el complejo militar-industrial. En segundo lugar, ambos seguirán la política hacia América Latina y el Caribe que se instauró con la Doctrina Monroe, hace casi dos siglos. O sea, mantener al resto del continente americano como su área de influencia exclusiva (a la que despectivamente definen como su “patio trasero”), alejando a potencias extra hemisféricas, como China o Rusia. En segundo lugar, procurarán evitar por todos los medios que avance cualquier coordinación política o integración regional en la que Estados Unidos no tenga un rol preponderante. Por eso, persiguen enterrar la experiencia bolivariana (liquidando el proyecto alternativo del ALBA) y reducir al mínimo posible la influencia que supo tener la UNASUR o la CELAC. Incluso un bloque como el Mercosur, que junto a Venezuela permitió derrotar al ALCA hace poco más de una década, es contrario a sus intereses. Ambos buscarán reimpulsar a la OEA o bien alentar los bloques subordinados y de matriz neoliberal, como la Alianza del Pacífico. Tanto Clinton como Trump implementarán una política más agresiva que la de Obama hacia los países no alineados. Claro que el magnate, previsiblemente, generará más rechazos en el continente, quizás como los que suscitó George W. Bush a principios de este siglo. Su prédica contra los latinos es difícil de digerir, incluso para las clases dirigentes más colonizadas cultural e ideológicamente. Por eso, las derechas regionales prefieren a Clinton. Funcionarios del gobierno de Macri, a pesar de las obvias “afinidades electivas” entre su líder y Trump, se inclinan por Clinton, para seguir en la senda de subordinación imperial con fachada democrática y progresista que tan bien supieron cultivar con Obama.
De todas formas, gane quien gane en noviembre, seguirá representando el gobierno del 1%, contra el otro 99% –como bien supo explicar gráficamente el movimiento Ocuppy Wall Street en 2011–, cuyos intereses no se verán representados por los candidatos del orden en esta contienda electoral.

Por Leandro Morgenfeld.
Docente UBA e Investigador Adjunto del IDEHESI-CONICET. Integra el GT CLACSO “Estudios sobre Estados Unidos”. Dirige el blog www.vecinosenconflicto.blogspot.com. Esta nota fue enviada por el autor como colaboración para Cambio.

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