Estados Unidos atraviesa una crisis sistémica. El desmanejo de
Trump hizo que su país pasara rápidamente a ser el centro de la pandemia
global. La crisis sanitaria provocada por el COVID-19 ya se cobró más
de 220 mil víctimas fatales, y son más de 8 millones los infectados
confirmados, mientras que los especialistas estiman que la cifra total
de contagiados sería 10 veces mayor. La reacción tardía, la falta de
coordinación entre el gobierno federal y las autoridades de los estados y
municipios, el hostigamiento a los gobernadores demócratas que
dispusieron aislamientos sociales y el aliento a la militancia
anticuarentena, sumados a un sistema de salud que deja afuera a millones
de ciudadanos y a las crecientes desigualdades sociales, produjeron una
catástrofe sanitaria cuya profundidad, en parte, es responsabilidad de
Trump.
El mandatario ordenó, a fines de mayo, la salida Estados Unidos de la
Organización Mundial de la Salud (OMS), acusándola de ser «pro-China»,
desfinanciando a esta institución multilateral clave para la lucha
coordinada contra el coronavirus. Avanza el otoño boreal y crecen los
contagios, aumentando el riesgo de que la lucha contra la pandemia se
salga nuevamente de control. El domingo 18 de octubre, Trump calificó de
«idiota» al reconocido epidemiólogo Anthony Fauci –quien había dicho
que no le sorprendía que Trump se hubiera contagiado– e incluso amenazó
con despedirlo, alegando que los estadounidenses estaban hartos de oír
hablar del COVID-19 y de las recomendaciones médicas.
A esta situación sanitaria crítica se agrega el desplome económico.
En el primer trimestre la actividad se redujo un 4,8%, la mayor caída
desde 2008. Entre marzo y mayo hubo 41 millones de solicitudes de
seguros de desempleo, cifra récord que sólo puede compararse con los
guarismos de la Gran Depresión de los años treinta. La desocupación
saltó del 3,5% en febrero al 13,3% en mayo. Casi 21 millones de personas
figuraban como desempleadas en junio. Pero, si se suman las personas
que el gobierno señaló que habían sido clasificadas erróneamente como
empleadas y las que perdieron empleos pero no buscaron nuevos trabajos,
la cifra asciende a 32,5 millones.
Según las previsiones del FMI de mayo, siempre optimistas, el PBI en
Estados Unidos caería el 5,9% este año. El 24 de junio, sin embargo,
modificó estos pronósticos, anticipando que la caída llegaría al 8 por
ciento, la más alta desde la Segunda Guerra Mundial (el peor año, 2009,
tras la crisis financiera internacional, la caída de la actividad
económica en Estados Unidos fue inferior al 2%). Hasta ahora, ningún
presidente logró reelegirse en un contexto económico tan adverso
–Herbert Hoover, también republicano, perdió las elecciones de 1932
frente a Roosevelt en medio de la Gran Depresión– y esa parece ser la
obsesión del actual presidente estadounidense, dispuesto a sacrificar
vidas para apurar el acelerado rebote económico, cuya concreción antes
de las elecciones es cada vez más improbable.
El índice de confianza del consumidor muestra una pronunciada caída
desde hace meses, aunque esto no se refleja en el precio de las
acciones, que se recuperaron luego del desplome de marzo. Sin embargo,
esta suba en el precio de los activos financieros se debió al anuncio
por parte de Estados Unidos y la Unión Europea de una inyección de
liquidez récord. Así, la Reserva Federal otorgó 2,3 billones de dólares
de facilidades crediticias. Los bancos centrales de las diez mayores
economías del mundo expandieron la masa monetaria por la exorbitante
cifra de 6 billones de dólares entre enero y mayo. En solo cinco meses,
se inyectó más del doble de dinero que en el bienio 2008-2009.
La última semana del junio, el FMI advirtió que la desconexión entre
la economía «real» (récord de caída de la actividad, del empleo y
empresas en default) y la financiera abría la posibilidad de un crack
bursátil de enormes dimensiones. En el segundo trimestre del año, la
economía registró la brutal caída del 9,5%, la mayor desde 1947, cuando
se empezaron a tomar estos registros. Trump apuesta a un rápido rebote,
pero la posibilidad de salir de la recesión antes de noviembre es baja.
Si bien hay una reactivación económica, el desempleo no cedió tanto, y
actualmente roza el 8%. Las cifras de la esperada recuperación del
tercer trimestre deberían hacerse públicas recién el 29 de octubre, es
decir, a solo cinco días de las elecciones.
Si la catástrofe sanitaria y el desastre económico ya de por sí
complicaban las posibilidades de éxito electoral de Trump, el 25 de mayo
se produjo el brutal asesinato de George Floyd en Minneapolis,
desatando una rebelión social comparable a la de los años sesenta. Una
de las novedades de las masivas movilizaciones impulsadas, entre otros,
por el cada vez más popular movimiento Black Lives Matter, es que no solo participan los afroestadounidenses, sino también infinidad de jóvenes blancos e hispanos.
Además, hubo manifestaciones de apoyo en las capitales de muchos
países europeos y una reacción masiva a nivel global. La inicial mesura
de Trump duró poco. El lunes 1º de junio, desde los jardines de una Casa
Blanca asediada por las protestas –como cientos de ciudades en todo el
país–, amenazó a los gobernadores que se negaban a convocar a la Guardia
Nacional con aplicar una ley de insurrección que data de 1807 para
enviar el ejército a reprimir a sus estados. Con la Biblia en la mano, e
intentando emular a Richard Nixon, arremetió con un discurso de «ley y
orden». Acusó de terroristas a la infinidad de movimientos que se
revindican como antifascistas y pidió a los gobernadores que recuperaran
el dominio del espacio público a fuerza de balas. Las protestas, lejos
de desvanecerse, se multiplicaron.
En la madrugada del 13 de junio se consumó otro crimen racial en
Atlanta, sede de enormes protestas, que llevaron a la renuncia del jefe
de la policía. Hoy, ya no solo se discuten necesarias reformas en las
fuerzas de seguridad, sino que crecen los reclamos para reducir el
presupuesto a las policías y dedicarlos a programas sociales de salud,
educación y vivienda. Aparece, también, la propuesta de abolir
directamente esos corruptos cuerpos de seguridad, cuyos integrantes se
ensañan, sistemáticamente, con los pobres, afrodescendientes e hispanos.
La deriva contra la violencia policial, encarnada en las demandas Reform, Defund, Abolish,
indica el grado de radicalización que está adquiriendo el movimiento
social en Estados Unidos. Biden hizo un guiño a los reclamos de reformas
(en la Convención Nacional Demócrata fue homenajeado George Floyd),
aunque aclarando que no está dispuesto a grandes modificaciones del statu quo.
Trump, en cambio, profundiza el discurso estigmatizando a las
protestas, reivindicando a las fuerzas de seguridad e intentando
mostrarse como el paladín de la lucha contra la inseguridad y contra las
propuestas «radicales» de los demócratas. En el primer debate
presidencial, el actual mandatario insistió con esta embestida, lo que
motivó a su oponente a desestimar cualquier reforma profunda que afecte
el poder de los poderosos sindicatos policiales.
El tema volvió a los primeros planos del debate público tras los
siete disparos que recibió Jacob Blake el 23 de agosto en Kenosha,
Wisconsin, hecho al que siguieron protestas multitudinarias. Un
simpatizante de Trump, armado con una ametralladora, asesinó a dos
manifestantes. Mientras la reacción del presidente, para consolidar su
base, fue enviar la Guardia Nacional a reprimir y vanagloriarse de que
restablecería la «ley y el orden», la indignación social se esparció.
Seis equipos de la NBA suspendieron su participación en los play off
en repudio a la brutalidad policial. La estrella de ese deporte, LeBron
James, llamó a deshacerse de Trump y a luchar por un cambio en serio.
Además, otros equipos de poderosas ligas como la MLS (fútbol) y la MLB (béisbol) se sumaron al boicot.
La brutal reacción militarista de Trump generó incluso una grieta en
su propio partido, provocando una crisis política que se suma a la
sanitaria, la económica y la social. El 3 de junio, Mark Esper, su
Secretario de Defensa, salió públicamente a rechazar la idea de Trump de
sacar las tropas a la calle para reprimir al pueblo. A él se sumó nada
menos que James Mattis, el jefe del Pentágono en 2017 y 2018, quien
afirmó que Trump era divisivo, que representaba un peligro para la
Constitución estadounidense y que había que apoyar a los manifestantes.
También alzaron voces críticas otros militares, como el general John
F. Kelly, ex Jefe de Gabinete de Trump, y John Allen, excomandante de
las fuerzas estadounidenses en Afganistán, quien declaró: «Trump fracasó
en proyectar emoción o el liderazgo que se necesita desesperadamente en
cada rincón del país en este difícil momento». Pocos días después, el
General retirado Collin Powell, ex Secretario de Estado de Bush
(2001-2005), fue todavía más lejos y declaró que votaría por Joe Biden
en las elecciones del 3 de noviembre (aunque, hay que decirlo, Powell es
un republicano que viene apoyando a los demócratas desde las elecciones
de 2008). El 18 de agosto lo reiteró en la Convención Nacional del
Partido Demócrata, indicando que apoyaría la fórmula Biden-Kamala Harris
porque representaba «los valores» que hay que «restaurar» en la Casa
Blanca. Lo mismo hicieron Cindy McCain, viuda del exsenador y
excandidato a presidente republicano en 2008, John McCain, quien también
se pronunció en ese mismo sentido, y John Kasich, exgobernador de Ohio
(2011-2019) por el partido republicano, quien expresó su apoyó al
aspirante demócrata destacando que lo conocía bien y sabía que no iba a
girar a la izquierda. El senador republicano Ben Sasse, quien busca la
reelección en Nebraska, criticó la semana pasada a Trump porque
«coquetea con supremacistas blancos», ataca a las mujeres y apoya a
dictadores en otros países.
Una plutocracia que manipula la voluntad popular
Los principales medios de comunicación y los políticos del establishment
de Occidente abonan la idea y la percepción general de que Estados
Unidos es una democracia modelo, el ejemplo a imitar. Sin embargo, eso
es uno de los grandes mitos forjados en el poderoso país del norte, para
consumo externo y también para reforzar su dominio ideológico, cultural
y político global.
En realidad, lo que se observa en Estados Unidos es más bien una
democracia (burguesa) de baja intensidad, en la cual la participación
política ciudadana está muy mediatizada y distorsionada. Se vota cada
dos años, pero garantizando la alternancia prácticamente exclusiva entre
los dos partidos del orden. En los procesos electorales hay una serie
de mecanismos para que cambie algo –un demócrata o un republicano al
mando de la Casa Blanca–, pero sin que nada se modifique
estructuralmente. La presencia de legisladores de terceras fuerzas
políticas es casi inexistente. Hace una década, por ejemplo, Bernie
Sanders era el único senador independiente. Y, para dar batalla a nivel
nacional, debió hacerlo al interior del Partido Demócrata, cuyo establishment lo boicoteó en las primarias de 2016 contra Hillary Clinton y en las de este año contra Biden.
Desde que George W. Bush desreguló los aportes electorales privados
–y de las corporaciones y lobistas– quedó aún más en evidencia que lo
que realmente existe es más una plutocracia que una democracia. En 2016,
por ejemplo, se registraron 2.368 SuperPACs (Comités de Acción
Política) ante la Comisión Federal Electoral, grupos de lobistas que
invirtieron más de mil millones de dólares en esas campañas
presidenciales. Si se suman los gastos de los aspirantes a las Cámaras
de Representantes y de Senadores, las cifras se disparan. La carrera
para controlar el Capitolio insumió 4.267 millones de dólares. El gasto
total estimado alcanzó la astronómica cifra de 7 mil millones de dólares
hace cuatro años. La contracara, por cierto, son las campañas del
senador Sanders de 2016 y 2020 financiadas a partir de pequeños aportes,
situación que también se replicó en las de otros aspirantes socialistas
democráticos (DSA), quienes recaudan importantes cifras con cientos de
miles de aportes de menos de 20 dólares.
Y la tendencia se sigue profundizando. Este año, de acuerdo a un informe del Center for Responsive Politics (CRP),
el proceso electoral para elegir al presidente, vicepresidente
representantes y senadores alcanzará la astronómica cifra de 10.838
millones de dólares, o sea un 50% más que hace cuatro años.
El sistema electoral estadounidense, además, es uno de los más
anacrónicos, heredado del período esclavista: fueron cuatro las
oportunidades en las que a la Casa Blanca no llegó el candidato
presidencial que más votos sacó, sino el que ganó en el colegio
electoral (en el cual están sobrerrepresentados algunos estados
escasamente poblados). La última vez ocurrió en 2016: Trump ganó en
colegio electoral (se adjudicó 304 de los 538 integrantes), a pesar de
que obtuvo 2.870.000 votos menos que Hillary Clinton. Lo mismo ocurrió
en 2000, cuando Bush le arrebató la elección a Al Gore, habiendo sacado
menos votos que él a nivel nacional.
Además, existen muchos mecanismos de supresión del voto. Esto quiere
decir que a millones de personas –pobres, negros e hispanos, en su
mayoría– se les niega, en cada elección, el derecho político más
elemental: el derecho a votar. La elección, además, se realiza en un día
laborable (martes), el voto no es obligatorio y es necesario
empadronarse para poder participar. En 2016, por ejemplo, sobre una
población total de 325 millones de personas, había habilitados para
votar 231 millones, pero solo ejercieron ese derecho 137 millones. Casi
94 millones no votaron. La participación fue de apenas el 59% de los
votantes habilitados. Trump, entonces, se convirtió en presidente con
apenas el 27% de los votos del total de personas en condiciones de
sufragar. Como muestra el reciente documental «El poder del voto»
(Netflix), los conservadores utilizan además el mecanismo de gerrymandering,
es decir, la manipulación de circunscripciones electorales para
modificar la voluntad popular y sobrerrepresentar a los republicanos.
Un error común entre los analistas es reducir la política a las
contiendas electorales, que son sólo un aspecto de la misma. Hoy Estados
Unidos no solo atraviesa elecciones, sino que se ve sacudido por
múltiples movimientos que cuestionan el statu quo de diversas formas: Black Lives Matter,
feministas, hispanos, ambientalistas, sindicatos, organizaciones
LGBTI+, inmigrantes que resisten las deportaciones, jóvenes contra la
libre portación de armas que defiende la poderosa Asociación Nacional
del Rifle (NRA), pueblos originarios, militantes que luchan por
cobertura médica universal y estudiantes que procuran la gratuidad de la
educación y la condonación de sus deudas, son algunos de los
protagonistas de la resistencia a Trump desde 2017.
La plutocracia estadounidense, con su sistema electoral obsoleto y
conservador, devino en una farsa democrática, que se manifiesta en la
banalización y la espectacularización de la política. Trump es un objeto
más de consumo por parte de los grandes medios de comunicación –con
menos recursos financieros que Hillary Clinton, hace cuatro años, logró
mayor cobertura mediática por el rating que generaba a través de los escándalos que protagonizó durante toda la campaña–, pero él no es una rara avis.
O, al menos, no totalmente, como pretenden mostrarlo los medios de
prensa liberales. Todo aquel que haya seguido la transmisión de las
convenciones demócrata y republicana y las campañas, puede percibir cómo
la política estadounidense devino en un gran show de contenido diluido. Y los candidatos parecen envases vacíos, a merced de que los expertos en marketing
los vendan lo mejor posible a sus potenciales
clientes-consumidores-votantes. Si bien este fenómeno es global, en el
caso de Estados Unidos, cuna de la telepolítica desde 1960, esta tendencia está llevada a su máxima expresión.
Para América Latina, ¿da lo mismo Trump o Biden?
Siendo dos hombres blancos, millonarios, casi octogenarios, que
integran la elite estadounidense (aunque Trump pretenda presentarse como
anti establishment, ese argumento ya es menos efectivo que
hace cuatro años), muchos se preguntan si son lo mismo. Es cierto que
representan a los dos grandes partidos de un sistema político creado
para que, más allá de las elecciones cada dos años, casi nada
estructural pueda modificarse. El llamado «gobierno permanente de las
grandes corporaciones» y el complejo militar-industrial y de
inteligencia y el equilibrio de pesos y contrapesos bloquea cualquier
alternativa de cambio real, como la que podía haber expresado Bernie
Sanders.
Dicho esto, ambos expresan cosas distintas dentro del sistema, por lo
cual el triunfo de uno u otro tendrá consecuencias. Desde el punto de
vista de la clase dominante, Trump encarna la alianza del sector
americanista-nacionalista de la burguesía estadounidense, mientras que
Biden al sector globalista, de los capitales más internacionalizados.
Desde el punto de vista político-ideológico-cultural, el primero
representa a los hombres blancos protestantes anglosajones (WASP) del
llamado «Estados Unidos profundo», con más peso en los ámbitos rurales,
mientras que el segundo a los sectores cosmopolitas y socialmente
diversos de las grandes ciudades.
Por supuesto que plantearlo así es una simplificación; pero en cada
uno de los órdenes que analicemos –económico, político, social,
cultural, ideológico, militar, geopolítico, medioambiental y científico–
Trump y Biden expresan orientaciones distintas, al menos en lo
discursivo (más allá del grado en que luego puedan concretar esas
aspiraciones).
Y esto es así no solo para los más de 300 millones de personas que
habitan hoy en Estados Unidos, sino para el mundo entero. Por eso, tal
como ocurrió en 2016, el resultado de la contienda va a impactar en el
resto de los países y, en particular, en América Latina.
Una pregunta recurrente es qué le conviene a la región. ¿Da igual,
gane quien gane? Creo que no. Lo primero que hay que decir es que la
estrategia estadounidense de mantener a su patio trasero como
su área de influencia, defender sus bases militares y los intereses de
sus corporaciones y atacar a los gobiernos, actores sociales y políticos
que promuevan una integración latinoamericana autónoma es un objetivo
compartido por todo el establishment estadounidense desde el establecimiento de la doctrina Monroe (1823).
Las diferencias son en las tácticas y las modalidades empleadas, en el uso de hard (Trump) o soft power
(Biden), en apelar más al multilateralismo (Biden) o al bilateralismo
(Trump) y en la retórica más o menos agresiva, por ejemplo, contra Cuba.
Tener esto en claro es fundamental para no alimentar falsas
expectativas. Ya Obama decepcionó a quienes creyeron en su promesa de
2009 de una nueva política «entre iguales» con los países de la región.
Dicho esto, entiendo que hay diferencias.
La reelección de Trump potenciaría a las ultraderechas, como ocurrió
con Jair Bolsonaro en Brasil en 2018. Sin Trump en la Casa Blanca,
difícil imaginar que el militar podría haberse encaramado en el poder.
Lo mismo puede decirse sobre la ofensiva contra cualquier política
económico-social incluso tímidamente igualitarista, o contra los
derechos sociales conquistados o por conquistar (sindicales, de las
diversidades sexuales, del aborto legal, de las luchas de los pueblos
originarios por las tierras o de los ambientalistas contra el
extractivismo). Cuatro años más de Trump implicarían un corrimiento
todavía mayor hacia a la derecha en todo el mundo, y en especial en
América Latina.
Es cierto que el magnate no promovió los mega acuerdos de libre
comercio que impulsaban los globalistas ni impulsó (todavía) guerras en
el extranjero. Pero el avance de la internacional ultraderechista
apañada por los trumpistas y sus émulos latinoamericanos implica un
peligro enorme para la región, que hoy podemos constatar no solo en
Brasil, sino también en Bolivia y Ecuador, por poner dos ejemplos
elocuentes. Una derrota de Trump sería también un revés para quienes,
con una retórica propia de la guerra fría, acusan a todos de socialistas
intentando bloquear cualquier perspectiva emancipatoria a nivel local,
nacional, regional e internacional.
La estrategia regional ante el potencial escándalo político-institucional en EE.UU
A solo dos semanas de las elecciones, el resultado todavía es
incierto. El promedio de encuestas muestra hoy una ventaja de entre 8 y 9
puntos en favor de Biden, pero lo que cuentan son los estados
oscilantes, donde la diferencia es mucho menor, de apenas 4% (Hillary
Clinton, a esta altura de la campaña, aventajaba a Trump por 5 puntos y
terminó perdiendo esos estados). Además, luego de la lección de 2016, es
prudente no confiar demasiado en las encuestas –apenas un 5% de los
estadounidenses las contestan–. Hasta hoy, más de 28 millones de
estadounidenses había emitido su voto por correo en forma anticipada,
cifra récord que, se estima, puede ampliarse hasta los 80 millones en
las próximas dos semanas (muy por encima de los 57 millones que votaron
anticipadamente hace cuatro años).
Lo más probable es que en la noche del martes 3 de noviembre no pueda
anunciarse quién es el presidente electo. O que ambos se declaren
ganadores, abriendo una batalla político-judicial potencialmente
explosiva y mucho más disruptiva que la que en el año 2000 le permitió a
Bush Jr. llegar a la Casa Blanca. Trump repitió en el debate del 29 de
septiembre su pronóstico alarmista: «Será un fraude como nunca antes se
ha visto. Esto no va a terminar bien». Si, como indican las encuestas,
los resultados son ajustados en los swing states y el voto por
correo confirma el protagonismo que mostró hasta hoy –lo cual es lógico,
por la pandemia-, lo más probable es que esto termine en una disputa
judicial complejísima. La última palabra la tendrá la Corte Suprema, con
tres de sus nueve miembros –si el senado confirma el nombramiento de la
ultraconservadora Amy Barrett– propuestos por Trump. Lo único seguro es
que el sistema político y electoral estadounidense va a salir mucho más
desprestigiado y deslegitimado de lo que ya está.
En medio de una fuerte disputa geopolítica y geoeconómica con China,
la imagen internacional de Estados Unidos no para de caer en todo el
mundo. Por su incapacidad para liderar una respuesta global a la
pandemia y a la crisis económica, hoy Trump tiene menos aprobación
internacional que líderes como Merkel, Xi Jinping o Putin. El 2020 será
recordado como el año en que se resquebrajaron buena parte de los
cimientos sobre los que se erigió el liderazgo global estadounidense.
Para América Latina esto puede significar una enorme oportunidad. La
reciente victoria de Luis Arce y el MAS en Bolivia, sumada al previsible
triunfo popular en el plebiscito del 25 de octubre en Chile para
reformar la constitución pinochetista y las venideras elecciones en
Venezuela y Ecuador auguran un nuevo ciclo de protagonismo de los
pueblos y las fuerzas sociales radicales y progresistas en la región,
luego de las enormes movilizaciones de los últimos meses del año pasado,
pausadas por el estallido de la pandemia.
Como señaló Evo Morales el lunes 19 de octubre, horas después del
contundente triunfo electoral, es el momento de reconstruir la UNASUR y
demás herramientas regionales de coordinación y cooperación política,
atacadas por gobiernos derechistas en los últimos años. Álvaro García
Linera, hace dos años y frente a tantos agoreros que pronosticaban una
robusta restauración conservadora, pronosticó que no habría un largo
invierno neoliberal ya que, a diferencia de los años noventa de siglo
pasado, cuando se impuso el llamado Consenso de Washington, el
neoliberalismo del siglo XXI no tenía un proyecto. Parecía, más bien, un
«neoliberalismo zombi», con poco combustible. La crisis hegemónica del
imperio –en cuyo seno miles y miles de jóvenes que simpatizan con el
socialismo se lanzan a la participación política– genera condiciones
para que el renovado protagonismo de los pueblos latinoamericanos
impulse un cambio histórico y ponga en marcha la construcción de la
tantas veces anhelada Patria Grande.