Estados Unidos: elecciones enla era de la posverdad
Por Leandro Morgenfeld (Le Monde Diplomatique,
Cono Sur, 20 septiembre 2024)*
Los comicios
estadounidenses se caracterizan por particularidades ya conocidas, como los
aportes multimillonarios de grupos de lobistas o el mecanismo de elección a
través del colegio electoral, que son determinantes. Sin embargo, es la
aparición de novedades tales como la inteligencia artificial o el auge de las
redes por sobre los medios tradicionales, la que borra las fronteras entre lo
falso y lo real, produciendo efectos imposibles de anticipar.
El 5 de
noviembre se decidirá si Donald Trump vuelve a la Casa Blanca o si Kamala
Harris será la primera presidenta mujer y afroasiática en la historia de
Estados Unidos. Se elegirán también la totalidad de los miembros de la Cámara
de Representantes, un tercio de los Senadores, Gobernadores y Alcaldes. La
espectacularización de la política hace que el foco esté puesto casi
exclusivamente en las cabezas de las fórmulas republicana y demócrata. La
campaña se ciñe cada vez más a la discusión sobre sus posteos en redes,las
frases pronunciadas en actos, fotos, gestos, videos o memes, soslayando las
discusiones que deberían ser nodales en un país como Estados Unidos, todavía la
primera potencia global: economía, seguridad social, desigualdad, cambio
climático, política exterior y otras cuestiones centrales sobre el estado
actual del núcleo del capitalismo. En este artículo nos vamos a correr del foco
tradicional, para ocuparnos del lado B de las elecciones, de temas que en
general no aparecen en el debate público o sólo ocupan un lugar muy marginal,
pero que emergen como manifestaciones de las crisis profundas que atraviesan al
hegemón. Daremos algunas pistas de cómo inciden, en la desgarrada democracia
estadounidense y en estas elecciones, la inteligencia artificial, las redes
sociales, los hackeos informáticos, los donantes millonarios, los denials, los
mecanismos de supresión y distorsión del voto, las fake news, los
terceros partidos y candidatos y el temor a una guerra civil.
¿Democracia o plutocracia?
George W.
Bush liberó los aportes electorales privados, en particular provenientes de las
corporaciones y los grupos de presión. En 2010 la Corte Suprema falló a favor
de la desregulación de los lobistas. En 2016, por ejemplo, se registraron 2.368
SuperPACs (Comités de Acción Política) ante la Comisión Federal Electoral,
grupos de lobistas que invirtieron más de 1.000 millones de dólares en esas
campañas presidenciales. Si se suman los gastos de los aspirantes a las Cámaras
de Representantes y de Senadores, las cifras se disparan. La carrera para
controlar el Capitolio insumió 4.267 millones de dólares. El gasto total
estimado alcanzó la astronómica cifra de 7.000 millones de dólares hace ocho
años cuando ganó Trump. Y sigue creciendo desde entonces. Según la Comisión de
las Elecciones Federales, en las presidenciales de 2020 y en las legislativas
de 2022 se gastaron más de 14.000 millones en cada una. Este año se batirá otro
récord, con una cifra cercana a los 20.000 millones. Sin ruborizarse, Trump y
Harris se vanaglorian de las decenas de millones de dólares que recaudan cada
semana. Los temas, candidatos y propuestas los fijan quienes disponen de cifras
millonarias, mientras que los aportes de los pequeños donantes van quedando
relegados frente a los de los grandes lobistas.
Sistema electoral distorsionado
El sistema
electoral estadounidense determina la elección de presidente en forma indirecta
a través del colegio electoral. Y no todos los votos valen lo mismo. En cuatro
ocasiones no llegó a la Casa Blanca el candidato presidencial que ganó el voto
popular, sino el que consiguió más electores, estando así sobre representados
algunos Estados escasamente poblados. La última vez ocurrió en 2016: Trump ganó
en colegio electoral (304 de los 538 electores), a pesar de que obtuvo
2.800.000 votos menos que Hillary Clinton. Lo mismo ocurrió en el año 2000,
cuando Bush le ganó unas polémicas elecciones a Al Gore, habiendo obtenido
medio millón de votos menos a nivel nacional. Además, existen muchos mecanismos
de supresión del voto. Esto quiere decir que a millones de personas –pobres,
negros e hispanos, en su mayoría–, en cada elección, se les niega el derecho
político más elemental: el derecho a votar. La elección, además, se realiza en
un día laborable (martes), el voto no es obligatorio y en la mayoría de los
Estados es necesario registrarse para poder participar. A través del gerrymendering
[ndlr: diseño intencional de los distritos electorales con el objetivo de
favorecer a un partido político o grupo en particular] se manipulan los
distritos electorales para favorecer a un candidato. En 2016, por ejemplo, de
una población total de 325 millones de personas, había habilitados para votar
231 millones, pero sólo ejercieron ese derecho 137 millones. La participación fue
de apenas el 55% de los votantes habilitados. Trump, entonces, se convirtió en
presidente con apenas el 27% de los votos del total de personas en condiciones
de sufragar. En estas elecciones, si bien se vota en los 50 Estados, son siete
los que van a definir la elección: Nevada, Arizona, Carolina del Norte,
Georgia, Wisconsin, Michigan y Pensilvania. Durante los últimos dos meses, las
campañas vuelcan cientos y cientos de millones de dólares sólo esa pequeña
porción del país. Según las principales encuestas, es probable que se repita el
escenario de hace ocho años: los demócratas ganando el voto popular, pero
perdiendo el colegio electoral.
Las principales encuestas prevén la repetición del
escenario de hace ocho años: los demócratas ganando el voto popular, pero
perdiendo el colegio electoral.
Bipartidismo exacerbado
El
bipartidismo cerrado anula en la práctica la posibilidad de alternativas
reales. La participación política está muy mediatizada. Se vota cada dos años,
pero garantizando la alternancia exclusiva entre solo dos partidos, que tienen
sus diferencias, pero ninguno cuestiona de fondo el statu quo, la
condición de potencia que lidera el imperio del capital a nivel global. En las
elecciones puede elegirse entre un demócrata o un republicano, pero esos
partidos suelen bloquear o boicotear las alternativas al sistema. La presencia
de legisladores de terceras fuerzas políticas es casi inexistente. Hace una
década, por ejemplo, Bernie Sanders era el único de los cien senadores
registrado como independiente. Y, para dar batalla a nivel nacional, debió
hacerlo al interior del Partido Demócrata, cuyo establishment lo boicoteó en
las primarias de 2016 contra Hillary Clinton y en las de 2020 contra Biden. En
estas elecciones, Robert Kennedy Jr. se apartó del partido demócrata para
postularse como independiente, pero fue perdiendo fuerza en las encuestas –su
intención de voto no llegaba al 4%–, y finalmente dio un paso al costado,
anunciando su apoyo a Trump, con la expectativa de formar parte de su futuro gabinete.
A diferencia de lo que está ocurriendo en la mayoría de países de Occidente, el
bipartidismo duro, hasta ahora, licuó en Estados Unidos casi todas las terceras
fuerzas electorales. La izquierda, en tanto, luego del impulso que ganó con la
candidatura de Bernie Sanders en las últimas dos presidenciales, y con mayor
presencia en la Cámara baja, se debate entre seguir dando la pelea dentro del
partido demócrata o ensayar una construcción por afuera. Jill Stein, del
Partido Verde, y el activista progresista Cornel West no lograron que sus
candidaturas despegaran.
Crisis de los medios tradicionales y las encuestas
Si Estados
Unidos se vanagloriaba de tener un sólido sistema de poderosos medios de
comunicación y una ingeniería electoral en la que las encuestas podían predecir
el comportamiento político y electoral de su sociedad, hoy ya no es tan así.
Como en casi todo el mundo, los medios televisivos, radiales y gráficos pierden
audiencias, lectores y anunciantes y son desplazados por las redes sociales. Desde
2016, cuando casi todos los encuestadores fallaron con el pronóstico de
victoria de Hillary Clinton sobre Trump, la incertidumbre pasó a ser moneda
corriente. Hoy los sitios especializados en encuestas, como RCP o
Fivethirtyeight proyectan a Harris apenas 1 o 2 puntos arriba de Trump en el
voto popular, una ventaja muy menor a la que tenían los demócratas en 2015 y
2020 a esta altura. Pero, en los Estados oscilantes, los que pendulan entre
demócratas y republicanos, hay una paridad extrema. En los siete Estados que
definirán la elección, la diferencia es menor a 1,5%, o sea dentro del margen
de error. Y esos van a definir quién llega al número mágico de 270 electores,
es decir a la mayoría de los 538 que se eligen. Además, en la última década las
encuestas vienen fallando en todo el mundo, y también en Estados Unidos. Se
observa, entonces, una sociedad mucho más volátil y menos previsible que la de
las últimas décadas. Allan Lichtman, un profesor de la American University
conocido como el “Nostradamus” de las elecciones, quien pronosticó
acertadamente todos los resultados en los últimos cuarenta años (salvo el
polémico triunfo de Bush en el año 2000) con su método analítico de las “13
llaves”, acaba de anticipar que la próxima presidenta será Kamala Harris. El
experto en encuestas Nate Silver, en cambio, es mucho más cauto.
Auge de las redes sociales y las fake news
La era en la
que un escándalo judicial –como el Watergate– o un editorial de The
New York Times o de The Washington Post podía inclinar
definitivamente la balanza electoral parece haber terminado. Es el momento del
auge de las redes sociales y de los canales de streaming. Proliferan ahí
las fake news, sin control ni edición de nadie. Trump, al igual que
buena parte de las ultraderechas en todo el mundo, se apalancó en el
crecimiento de las redes sociales para presentarse como un outsider.
Insulta continuamente a periodistas, canales de televisión y periódicos,
mientras cuenta con el apoyo de Elon Musk, el hombre más rico del mundo y dueño
de la red social X, principal altavoz de Trump hasta que fue suspendido en
enero de 2021, luego de haber alentado la toma del Capitolio. Trump creó en ese
momento, sin mucho éxito, su propia plataforma, la red Truth Social, pero luego
fue readminito en X cuando la compró el dueño de Tesla. En este tipo de sistema
de comunicación alternativo se destacan referentes de las ultraderechas, como
Tucker Carlson, ex presentador de Fox News que ahora hace campaña por Trump, o
Milei. El ex presidente tiene más de 90 millones de seguidores en X, que
sumados a los casi 200 millones con que cuenta Musk, confirman la potencia de
esta nueva forma de comunicación. Si bien hace meses que viene aportando a la
campaña republicana, luego del intento de magnicidio del 13 de julio blanqueó
este apoyo, e incluso se declaró dispuesto a integrarse a un futuro gobierno de
Trump, en una comisión de modernización del Estado (Departamento de Eficiencia
Gubernamental), lo cual implicaría un salto cualitativo en el avance del poder
de lo que algunos llaman el tecnofeudalismo. Otra manifestación del cambio de
mapa comunicacional es el auge de los influencers. El martes 10 de septiembre,
tras el debate presidencial, la cantante Taylor Swift declaró públicamente su
apoyo a la demócrata, se burló de las misóginas declaraciones del candidato a
vice J.D. Vance sobre las amargas “mujeres solteronas con gatos”, y pidió a los
jóvenes que se registraran para votar. Enseguida logró millones de reacciones
favorables y se triplicaron las inscripciones de mujeres menores de 25 años,
quienes pueden influir en el resultado de las elecciones, que registran una
importante “brecha de género” entre ambos candidatos.
Hackeos, injerencia externa e inteligencia artificial
Tres
elementos novedosos de este proceso electoral son el uso de la inteligencia
artificial en las campañas, los hackeos informáticos y la supuesta injerencia
externa. Rusia fue acusada de interferir en las elecciones que llevaron a Trump
al poder hace ocho años. Ahora se acusa también a China y a Irán. Incluso los
servicios de inteligencia denunciaron un hackeo por parte del régimen iraní.
Por otra parte, la inteligencia artificial se utiliza para crear imágenes (por
ejemplo, las favorables a Trump, con adorables mascotas, o las que utiliza Elon
Musk para caracterizar a Kamala Harris como una comunista), pero también entran
a jugar los deepfakes, fotografías y videos manipulados, que se hacen
pasar por verdaderos. Está cada vez más difuminada la frontera entre lo real y
lo ficticio, entre la verdad y la mentira, lo que se potencia por el auge de
las redes y la pérdida de audiencia y prestigio de los medios de comunicación y
otras instituciones que chequean la veracidad de la información. Son las
elecciones del auge de la posverdad, en las que se puede afirmar casi cualquier
cosa sin consecuencias. Esa deriva, tan aprovechada por las ultraderechas en
todo el mundo, erosiona el debate público, denigra la política y genera un
caldo de cultivo para los discursos de odio y los enfrentamientos sociales. A
fines de julio, la viralización de una fake news sobre la supuesta
nacionalidad de un asesino en el Reino Unido, impulsada por grupos fascistas,
provocó verdaderos pogromos contra los inmigrantes en ese país. Las alusiones
de Trump a los inmigrantes haitianos que se comen las mascotas de los vecinos
de Springfield, Ohio, en el debate presidencial del 10 de septiembre muestra
cómo esas falsas noticias llegan hasta lo más alto de los discursos públicos y
encienden las alarmas entre quienes temen un incremento de la violencia social.
Entre los conspiranoicos, que enraizan en una larga
tradición histórica en Estados Unidos, están los denials, un movimiento
que plantea que los demócratas volverán a hacer fraude para evitar que Trump
gane.
¿Riesgo de Guerra Civil?
Trump no
reconoció su derrota en 2020 y terminó instigando a sus seguidores a tomar el
Capitolio el 6 de enero de 2021, cuando el Congreso debía ratificar el
resultado de los comicios. Se niega ahora a afirmar que aceptará los resultados
del 5 de noviembre. Acusó a los demócratas de haber instigado el intento de
magnicidio del 13 de julio y alienta una corriente que sostiene que van a
arrebatarle el triunfo. Entre los conspiranoicos, que enraizan en una larga
tradición histórica en Estados Unidos, están los denials, un movimiento
que plantea que los demócratas volverán a hacer fraude para evitar que Trump
gane y que llama a la resistencia. La encuestadora Marist publicó en mayo un
trabajo que mostraba que el 47% de los estadounidenses cree que habrá una guerra
civil en Estados Unidos durante su vida. Un mes antes, un sondeo de Rasmussen
arrojó que un 41% de los estadounidenses pensaba que una guerra civil
estallaría antes del final de esta década. En un país en el que, según The
Wall Street Journal, hay más de 20 millones de rifles semiautomáticos AR-15
–el que usó el joven que disparó contra Trump– en manos de civiles (hace 30
años eran menos de medio millón), el temor general parece más que fundado.
Múltiples crisis
Estados
Unidos atraviesa una crisis económica (déficit comercial récord, exorbitante
deuda pública, desindustrialización, menor productividad, infraestructura
obsoleta, desdolarización y retraso en la carrera tecnológica frente a China),
social (aumento de la desigualdad, la indigencia, millones de personas sin
cobertura médica, aumento exponencial de las muertes por sobredosis) y política
(la grieta es cada vez más pronunciada). Crece la desconfianza en las
instituciones, hay un nivel mayor de confrontación y un riesgo creciente de que
esas fracturas internas lleven a una guerra civil. La hegemonía global de
Estados Unidos está desafiada, se tensan las relaciones con sus aliados, los
países de Europa y Japón, y enfrenta a China, Rusia, India y otros polos
emergentes que disputan el poder global. Los desafíos internos que sacuden a la
potencia declinante son cada vez mayores. Nada indica que las elecciones del 5
de noviembre vayan a atemperarlos. Se avecinan tiempos convulsos en la cabeza
del imperio.
* Profesor
UBA. Investigador CONICET. Coordinador GT
CLACSO Estudios sobre Estados Unidos.
© Le Monde diplomatique, edición
Cono Sur