El FBI, la NSA y la revelación de un viejo secreto
Por Amy Goodman y Denis Moynihan (Democracy Now)
Esta semana, surgió nueva información acerca del robo y la filtración
a la prensa de documentos clasificados del Gobierno de Estados Unidos
que revelaron un amplio programa de vigilancia ultra secreto del
Gobierno. No, la noticia no está relacionada con Edward Snowden y la
Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus
siglas en inglés), sino con un grupo de activistas opositores a la
guerra de Vietnam que cometieron uno de los robos más audaces de
secretos del Gobierno en la historia de Estados Unidos, lograron evitar
ser capturados y permanecieron en el anonimato durante cuarenta años.
Entre ellos había dos profesores universitarios, una maestra de
guardería y un taxista.
El grupo de siete hombres y una mujer, que se oponía enérgicamente a la Guerra de Vietnam, estaba seguro de que el FBI,
bajo el mando de J. Edgar Hoover, estaba espiando a ciudadanos y
reprimiendo activamente a los opositores. Para demostrarlo, irrumpieron
en la oficina de campo del FBI en el barrio
Media de Filadelfia, Pensilvania, el 8 de marzo de 1971 y robaron todos
los archivos que había allí. Lo que encontraron, y enviaron por correo a
la prensa, dejó al descubierto el programa de contrainteligencia del FBI, denominado COINTELPRO.
El programa de espionaje consistía en una práctica de alcance mundial,
clandestina e inconstitucional, de vigilancia, infiltración e
intimidación de grupos de oposición que participaban en los movimientos
de protesta y abogaban por el cambio social. El valiente robo no
violento de este grupo de ladrones-activistas sacudió por completo al FBI, la CIA
y a otras agencias de inteligencia. Su acto motivó investigaciones por
parte del Congreso, un mayor control y la aprobación de la Ley de
Vigilancia de Inteligencia Extranjera. Estos ladrones-activistas, la
mayoría de los cuales recién ha salido a la luz pública esta semana,
tras revelar sus identidades por primera vez, no solo tienen una
historia fantástica que contar acerca del pasado, sino que además su
historia proporciona una perspectiva crítica e informada acerca de
Snowden, la NSA y el espionaje del Gobierno en la actualidad.
John Raines me dijo: “Decidimos que era hora de llamar la atención
pública acerca de la vigilancia y la intimidación del Gobierno y el
derecho de los ciudadanos a oponerse abiertamente. Creo que el
combustible de la democracia es el derecho a oponerse, a disentir,
debido a que donde hay poder y privilegios, el poder y los privilegios
procuran eliminar del discurso público, en la medida de lo posible, todo
lo que quieren. Eso hace que el derecho de los ciudadanos a disentir
sea la última línea en la defensa de la libertad”. Raines era profesor
de religión en la Universidad de Temple cuando él, su esposa, Bonnie, y
los otros miembros del grupo que irrumpió en la oficina del FBI
formaron lo que denominaron “Comisión de Ciudadanos para Investigar al
FBI”. Como John y Bonnie Raines tenían tres hijos menores de diez años
al momento del robo, les pregunté cómo fue que decidieron participar en
una acto que les podría haber significado pasar años en prisión. John
Raines respondió: “Como sociedad, a menudo pedimos a madres y padres que
asuman actividades sumamente peligrosas como parte de su trabajo. Se lo
pedimos a todos los policías, se lo pedimos a todas las personas que
trabajan en el departamento de bomberos. Se lo pedimos a las madres y
los padres que, como miembros del Ejército y de la Armada, son enviados a
otros países para defender nuestras libertades. Le pedimos con
frecuencia a la gente que realice trabajos que ponen en riesgo a sus
familias. Ahora estamos de nuevo analizando al año 1971, cuando nadie en
Washington iba a hacer lo necesario para revelar lo que J. Edgar Hoover
estaba haciendo en el FBI. Éramos la última
línea de la defensa. De modo que, como ciudadanos, tomamos la iniciativa
e hicimos lo que debíamos hacer porque nadie en Washington lo iba a
hacer”.
Bajo la dirección de Bill Davidon, un profesor de física de la
Universidad de Haverford, el grupo se reunió y planificó meticulosamente
la acción. La mayoría de las reuniones se llevaron a cabo en el ático
de John y Bonnie Raines. Bonnie se hizo pasar por una estudiante
universitaria que estaba escribiendo un trabajo acerca de las
oportunidades laborales para las mujeres en el FBI,
y logró echar un vistazo por dentro a la oficina de campo de Media.
Keith Forsyth, el taxista, realizó un curso de cerrajería por
correspondencia y fabricó sus propias herramientas para no levantar
sospechas de las autoridades. Eligieron la noche del 8 de marzo de 1971
porque la atención internacional estaba puesta en la pelea de boxeo de
peso pesado entre Mohamed Ali y Joe Frazier. Keith Forsyth dijo por qué
esto fue importante: “Hicimos muchas cosas para tratar de evitar que nos
atraparan y esta fue una de ellas. Quien lo haya sugerido, no tengo
idea de quién fue, pensó que funcionaría como distracción, no solo para
la policía, sino para el público en general”.
Entraron a la oficina, robaron los archivos y se los llevaron a una
granja a una hora de Filadelfia. Revisaron los documentos y quedaron
estupefactos por lo que leyeron. Un memorando detallaba las conclusiones
de una conferencia del FBI sobre la Nueva Izquierda que pronosticaba que si el FBI
aumentaba los interrogatorios de activistas, eso “incrementaría la
paranoia endémica en esos círculos y serviría para enviar el mensaje de
que hay un agente del FBI detrás de cada
buzón”. Esto encontró eco en una periodista que recibió los documentos
filtrados, Betty Medsger, del Washington Post. El fiscal general durante
el Gobierno del Presidente Richard Nixon, John Mitchell, intentó que el
Post censurara los artículos de Medsger.
Betty Medsger me contó: “Debo señalar dos cosas: primero, que fue la
primera vez que un periodista recibía documentos secretos del Gobierno
de una fuente externa que los había robado. De modo que eso planteó una
serie de consideraciones con respecto a qué hacer con los documentos.
Pero fue una decisión muy difícil para Katharine Graham, la editora
responsable del Washington Post, que, hasta ese momento, nunca se había
encontrado con algo similar, porque fue la primera vez que se vio
enfrentada a un pedido del Gobierno de Nixon de no publicar un artículo.
Y ella no quería publicarlo. Y el asesor interno y los abogados tampoco
querían publicarlo, pero dos directores del diario se dieron cuenta
desde un comienzo de que era un tema muy importante y lo promovieron. Se
trata de Ben Bradlee y Ben Bagdikian. Mientras tanto, yo estaba allí,
escribiendo inocentemente mi artículo, una simple periodista de
Filadelfia, y no supe hasta las seis de la tarde que estaban
considerando no publicarlo”. El periódico se imprimió y se hizo
historia. En aquel entonces, Medsger desconocía la identidad de los
activistas. Esta semana publicó un libro titulado The Burglary: The
Discovery of J. Edgar Hoover’s Secret FBI (El robo: el descubrimiento del FBI
secreto de J.Edgar Hoover), en el que menciona el nombre de la mayoría
de los activistas-ladrones, con su consentimiento. También se produjo un
documental sobre el caso, titulado “1971”, que se estrenará
próximamente.
En respuesta a las revelaciones del libro, el portavoz del FBI,
Michael Kortan, sostuvo: “Varios acontecimientos de esa época, entre
ellos el robo, contribuyeron a que se cambiara el modo en que el FBI
identificaba y trataba las amenazas a la seguridad nacional, lo que dio
pie a la reforma de las políticas y prácticas de inteligencia del FBI, entre ellas, la creación de directrices de investigación por parte del Departamento de Justicia”.
Si aplicáramos el criterio de Michael Kortan sobre el robo de
documentos de 1971 a las revelaciones de Edward Snowden acerca de la NSA,
el Presidente Barack Obama debería abandonar los cargos en su contra y
recibirlo de regreso en Estados Unidos, con un agradecimiento. Esperemos
que Snowden no tenga que esperar 43 años.
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