miércoles, 15 de junio de 2022

"Cumbre de las Américas: fracaso y oportunidad". Por Leandro Morgenfeld (Revita Jacobin)

 


Cumbre de las Américas: fracaso y oportunidad

El fracaso de la puesta en escena imperial en Los Ángeles abre grandes oportunidades para América Latina. Falta que las fuerzas políticas y sociales progresistas y de izquierda vuelvan a poner en el horizonte de sus luchas el proyecto de la Patria Grande.

Cuando asumió, en enero del año pasado, Biden imaginó que la IX Cumbre de las Américas sería el ámbito ideal para el relanzamiento de las relaciones con América Latina y el Caribe. El Hemisferio Occidental, como se refieren formalmente a su despreciado patio trasero, es fundamental para la proyección imperial estadounidense y para seguir sosteniendo su hegemonía global, debilitada por el ascenso de China y otros actores de peso, como Rusia y la India, que articulan en el grupo BRICS. Sin embargo, el cónclave de Los Ángeles resultó en un rotundo fracaso diplomático y político para la Casa Blanca. Nuestra América, en tanto, tiene una nueva oportunidad de relanzar la coordinación política regional y unificar una estrategia emancipatoria.

Como representante de la fracción globalista de la clase dominante, Biden está intentando infructuosamente revertir la crisis de hegemonía estadounidense. Procura recomponer el alicaído multilateralismo unipolar, a diferencia de Trump, que había promovido el unilateralismo unipolar desdeñando los ámbitos multilaterales como la ONU, la OEA o el G20.  Por eso el año pasado el demócrata declaró pomposamente que «Estados Unidos estaba de vuelta» (Trump, en cambio, faltó a último momento a la cumbre hemisférica de Lima, en 2018).

La IX Cumbre de las Américas, insinuaba Biden, sería el escenario perfecto para relanzar el vínculo con América Latina y el Caribe, así como lo había hecho Obama en la Cumbre de Trinidad y Tobago, en 2009, pocos meses después de llegar a la Casa Blanca, luego del traspié que había significado el «No al ALCA» en Mar del Plata cuatro años antes. Justamente el actual mandatario se jactaba de haber visitado 16 veces la región durante sus 8 años como vicepresidente (a diferencia de Trump, que no viajó al sur del Río Bravo en todo su mandato, salvo para la fugaz visita a Buenos Aires el 30 de noviembre de 2018 para asistir a la Cumbre presidencial del G20).

Sin embargo, la esperada reunión de Los Ángeles se concretó en un momento muy inoportuno para Estados Unidos, luego del bochornoso retiro de Afganistán en 2021, que implicó una humillación para el imperio tras dos décadas de ocupación de ese país (que se suma a la incapacidad de haber concretado la caída de los gobiernos de Venezuela y Siria, hostigados de todas las formas posibles).

A la crisis global que profundizó la pandemia se le suma ahora la guerra en Ucrania, luego de que Rusia reaccionara ante la creciente presión de la OTAN. Esta coyuntura disparó los problemas económicos internos en Estados Unidos (la mayor inflación en 40 años obligó a la Reserva Federal a subir las tasas de interés, alentando un enfriamiento de la economía, que en consecuencia podría entrar en recesión en 2023) y el acelerado deterioro de la imagen del gobierno demócrata, cuyo partido muy probablemente perderá en las elecciones de medio término de noviembre el hoy ajustado control del congreso.

Intentando un delicado equilibro entre necesidades internas y externas, Biden cedió a las presiones del senador republicano Marco Rubio, del senador demócrata Bob Martínez y el presidente del BID, el trumpista Mauricio Claver-Carone, y resolvió que solo invitaría a los líderes «elegidos democráticamente», excluyendo así a los mandatarios de Cuba (había vuelto a las Cumbres de las Américas en 2015), Venezuela (había sido excluida en la de Lima) y Nicaragua.

Mantener la política de Trump de asediar a la llamada «troika del mal» desató un vendaval político en el continente y signó la suerte de la cumbre. Además, Estados Unidos, en términos económicos, no tiene casi nada para ofrecer a la región, frente a una China que avanza implacablemente como socio comercial, prestamista e inversionista en todo el continente. Washington pretende que los países latinoamericanos se le subordinen en su disputa global con Pekín y Moscú, pero, a diferencia de lo que ocurrió en los años noventa del siglo XX, ya no tiene ni el proyecto (el ALCA o luego el Tratado TransPacífico) ni el peso económico que ostentaba hace algunos años.

Cuando el 2 de mayo el subsecretario de Estado Brian Nichols reiteró que los gobiernos que «no respetan la carta democrática» no serían invitados, se le plantó a Estados Unidos el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO), quien tras visitar Cuba declaró que no viajaría a Los Ángeles si se imponían restricciones a la participación de países soberanos. Pronto lo secundaron los integrantes de la Comunidad del Caribe (CARICOM), el presidente boliviano Luis Arce y la presidenta hondureña Xiomara Castro.

A partir de ese momento, y frente a la posibilidad de que la cumbre no se realizara, la Administración Biden se vio obligada a realizar intensas gestiones diplomáticas, incluidos los viajes de la primera dama y del exsenador Chris Dodd, para evitar que el boicot la hiciera naufragar. Logró que Bolsonaro finalmente viajara —a cambio de una reunión bilateral con su par estadunidense— y comprometió la asistencia de Gabriel Boric y Alberto Fernández, quienes, si bien criticaron la decisión del Departamento de Estado, no se plegaron a AMLO. El 27 de mayo, en tanto, los mandatarios del ALBA (creada en 2004 como proyecto alternativo al ALCA) se reunieron en La Habana para repudiar las exclusiones y enviar un mensaje a Estados Unidos.

Ante la ausencia de muchos mandatarios de la región (finalmente solo terminaron asistiendo 23 de 35, resultando la edición de la Cumbre con más faltazos a nivel presidencial), la participación o no de Alberto Fernández cobraba especial relevancia. Si se unía a AMLO, a Luis Arce y a Xiomara Castro, quienes cumplieron su palabra y no fueron por las anacrónicas exclusiones, el golpe a la Cumbre hubiera sido letal (también faltaron, por otros motivos, los gobiernos derechistas de Guatemala y El Salvador, que eran fundamentales porque junto con México son claves para resolver la crisis migratoria que preocupa a la Casa Blanca).

En los días previos, el presidente argentino subió el tono de las críticas a Estados Unidos. Sin embargo, tras el llamado telefónico de Biden y la promesa de una visita a la Casa Blanca el próximo 25 de julio, anunció que asistiría a la Cumbre, rompiendo en los hechos la sintonía diplomática que se venía cultivando con México desde la formación del Grupo de Puebla y que fue importante, por ejemplo, para lograr la salida con vida de Evo Morales y Álvaro García Linera tras el golpe de Estado en Bolivia en 2019.

Si bien viajó a Los Ángeles, el tono del discurso de Alberto Fernández (ahora presidente pro témpore de la CELAC) fue extremadamente duro. Señaló que el país anfitrión no podía ejercer el derecho de admisión, pidió reemplazar a Luis Almagro en la OEA por su apoyo al golpe contra Evo («Se ha utilizado a la OEA como un gendarme que facilitó un golpe de estado en Bolivia») y reclamó que la dirección del BID debía volver a manos de un latinoamericano. También llevó el reclamo por la soberanía de Malvinas: criticó que el logo de las Cumbre no las incluyera. Además, invitó a Biden a la Cumbre de la CELAC que se realizará el 1º de diciembre en Buenos Aires, dando a entender que es necesario articular regionalmente para desde allí plantear unificadamente un diálogo o negociación con Estados Unidos.

Las múltiples ausencias, sumadas a los discursos críticos —especialmente el del canciller mexicano, quién sí viajó a Los Ángeles—, el escrache contra el golpista Luis Almagro el martes 7 de junio (repudiado como «asesino», «mentiroso» y «títere de Washington»), la realización de la contra Cumbre de los Pueblos y la movilización callejera en contra de las exclusiones, muestran que Estados Unidos ya no puede imponer su voluntad como antes.

El problema, de este lado, es la ausencia de una estrategia regional conjunta: falta recuperar la iniciativa. La UNASUR, convaleciente luego del retiro de los gobiernos derechistas alineados con Estados Unidos durante la llamada restauración conservadora, tanto como la CELAC, podrían ser un ámbito para empezar a avanzar hacia una mayor cooperación política e integración regional.

Nuestra América debe impulsar una estrategia multipolar multilateral y plantear un programa de mínima con algunos puntos clave en base a iniciativas que se esbozaron en los últimos tiempos: discutir conjuntamente las condiciones para la explotación de sus estratégicos recursos naturales (la «OPEP del litio», junto a una empresa estatal latinoamericana para explotarlo, sería un buen ejemplo), avanzar hacia una moneda común a partir de la reciente propuesta de Lula, plantear una investigación y una moratoria conjunta de la deuda externa, avanzar hacia una política sanitaria soberana —produciendo a nivel regional, por ejemplo, algunas de las vacunas cubanas contra el COVID— y, fundamentalmente, negociar conjuntamente con actores extrarregionales como Estados Unidos, la Unión Europea y China. Es la única forma de equilibrar mínimamente las enormes asimetrías con los países más desarrollados.

El viernes 10 de junio Biden cerraba el encuentro de presidentes con la firma de la «Declaración de Los Ángeles» y algunas limitadísimas promesas de ayuda económica para contener a los migrantes y ampliar a 20 000 los refugiados anuales que aceptará Estados Unidos. En realidad, hay una militarización de la problemática, ya que Estados Unidos pretende sumar a México y Colombia como aliados principales extra OTAN, o sea subordinarlos a la estrategia de Washington contra los otros polos de poder global. En el discurso oficial aparecieron las habituales apelaciones a la democracia, la seguridad hemisférica, el libre mercado, los derechos humanos y la inversión privada. Sin embargo, esta vez, Estados Unidos fracasó en imponer la doctrina Monroe de «América para los (norte)americanos», que el año que viene cumple exactamente 200 años.

Y no solo lo hizo a nivel gubernamental, sino que, por abajo, y en estrecha relación con las luchas que están haciendo retroceder a los gobiernos neoliberales desde 2018, crece la articulación de las resistencias. No solo se realizó la habitual contra Cumbre de los Pueblos en Los Ángeles. En Ciudad de México, la semana pasada, miles de académicos y activistas se reunieron en la Conferencia Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales para pensar y debatir cómo construir ese otro mundo posible.

El mismo día que cerraba el cónclave de mandatarios en Estados Unidos, más de 100 000 personas colmaron el Zócalo de la capital azteca para escuchar al cubano Silvio Rodríguez, en el más que simbólico cierre del evento organizado por CLACSO. Como señaló allí Álvaro García Linera, en diálogo con La Jornada:

"Hay, de América Latina hacia Estados Unidos, pérdida de miedo y hasta falta de respeto ante el poderoso. Se ha desvanecido la idolatría y sumisión voluntaria de las élites políticas hacia lo norteamericano. Era una especie de cadena mental que te amarraba a mover tu cabeza siempre diciendo sí a lo que decía Estados Unidos. Ahora no lo oyes. Te vas. No vienes. Dices lo que quieras. Los otros nos desprecian y nosotros les hemos perdido el respeto. México ha liderado este divorcio".

El fracaso de la puesta en escena imperial en Los Ángeles abre grandes oportunidades para reimpulsar el multipolarismo y ampliar los márgenes de autonomía de Nuestra América, que bajo la dominación imperial sigue siendo la región más desigual del mundo, con más de 200 millones de pobres según Naciones Unidas. Falta, ahora, que las fuerzas políticas y sociales progresistas, de izquierda y nacional-populares vuelvan a poner en el horizonte de sus luchas el proyecto de la Patria Grande.

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