lunes, 20 de octubre de 2014

Obama y América Latina





Revista La Rivada. Investigaciones en Ciencias Sociales, n. 2, 2014
Universidad Nacional de Misiones. ISSN 2347-1085
 


Leandro Morgenfeld*
Resumen

Luego de las resistencias que George W. Bush generó en la región, la llegada de Barack Obama despertó esperanzas en algunos mandatrios latinoamericanos. En el presente artículo analizamos el vínculo entre Estados Unidos y el resto del continente, a partir del análisis de las últimas dos Cumbres de las Américas: la de Puerto España (2009), en la que primó la expectativa por la relación entre iguales que prometió el recién asumido presidente demócrata; y la de Cartagena (2012), cuando emergió una nueva agenda impuesta por América Latina, pese a las presiones de Washington. Estas cumbres se inscriben en diferentes etapas de la relación entre Estados Unidos y el resto del Hemisferio, que muestran alcances y límites de las estrategias de la Casa Blanca, y reconfiguraciones regionales para enfrentar el poder de Estados Unidos.
  
Introducción

Luego de la segunda guerra, Estados Unidos logró terminar de desplazar a las potencias europeas y erigirse como el poder hegemónico en América. Debilitada la resistencia argentina (que hasta 1944 sostuvo la neutralidad y un persistente vínculo económico con Gran Bretaña), el Departamento de Estado logró fortalecer el sistema interamericano, acordar en 1947 el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y, un año más tarde, conformar la Organización de Estados Americanos (OEA). Esto lo logró con promesas de ayuda económica (mandatarios regionales reclamaban una suerte de Plan Marshall para América Latina), cuya concreción se fue postergando hasta que la Revolución Cubana instaló la guerra fría en la retaguardia estadounidense (aunque Washington ya había utilizado la excusa del peligro rojo para apoyar el golpe contra Jacobo Arbenz en Guatemala, en 1954). En los años sesenta, Estados Unidos desplegó hacia la región una política bifronte: el ambicioso programa de la Alianza para el Progreso (una promesa de ayuda por 20 mil millones de dólares) y a la vez el clásico intervencionismo militar, que incluyó un variado menú: invasión a Bahía de Cochinos, terrorismo y desestabilización en Cuba, con intentos de magnicidios, apoyo a golpes de Estado (el encabezado por Castelo Branco en Brasil, en 1964, fue el más significativo) y desembarco de marines (Santo Domingo, 1965). La Doctrina de Seguridad Nacional y las alianzas con militares golpistas fueron una constante en los años siguientes. Ya en la era Reagan, la Casa Blanca logró el apoyo de dictaduras latinoamericanas para la lucha contrainsurgente en Centroamérica. La caída del Muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética y el consecuente fin de la guerra fría provocaron un cambio en el vínculo con los demás países del continente. Reforzado el poder de Estados Unidos como gendarme planetario -aunque el mundo unipolar augurado por Fukuyama fue una ilusión que se desvaneció rápidamente-, Washington procuró la consolidación de su hegemonía hemisférica. El presidente George Bush lanzó, en 1990, la Iniciativa para las Américas. Tres años más tarde, su sucesor Bill Clinton concretaría este proyecto con la primera cumbre interamericana de Jefes de Estado.
            En el marco del Consenso de Washington, Estados Unidos impulsaba el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y, para instrumentar ese proyecto hegemónico, propuso realizar cumbres presidenciales, incluyendo a los 34 países que constituían la Organización de los Estados Americanos (OEA) y dejando expresamente excluida a Cuba (apartada de esa institución en enero de 1962, con los votos de Estados Unidos y otros 13 países de la región). La primera, no casualmente, se realizó en Miami, en 1994. Luego hubo sucesivas reuniones de jefes y jefas de Estado en Santiago de Chile (1998), Québec (2001), Mar del Plata (2005), Puerto España (2009) y Cartagena (2012).
            El proyecto del ALCA avanzó sin demasiadas oposiciones en los primeros cónclaves continentales, hasta que en 2001 emergió, por primera vez, una voz claramente disonante, la del presidente venezolano Hugo Chávez, quien cuestionó, casi en soledad, la iniciativa de Washington. Pocos meses antes se realizaba el primer Foro Social Mundial en Porto Alegre, que se transformaría en un espacio vital de articulación en la lucha contra el ALCA. En los años siguientes fue cambiando la correlación de fuerzas en América Latina, a la vez que muchos países exportadores de bienes agropecuarios, en todo el mundo, exigían a Estados Unidos, la Unión Europea y Japón que la liberalización del comercio incluyera también a los productos agrícolas, que sufrían diferentes restricciones y protecciones no arancelarias por parte de las potencias. En la cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC) de Cancún (2003) se paralizaron las negociaciones para liberalizar todavía más el comercio mundial. Y algo similar ocurrió con el ALCA, que fracasó en la célebre reunión de Mar del Plata dos años más tarde, cuando los cuatro países del Mercosur, junto a Venezuela, rechazaron la iniciativa (Morgenfeld, 2006). Ante la resistencia de múltiples sindicatos y movimientos sociales –a través del Foro Social Mundial, la Alianza Social Continental y las Contra-cumbres de los Pueblos–, que lograron articular una oposición popular al ALCA, y el rechazo de los gobiernos de Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y Venezuela, Estados Unidos debió abandonar esa estrategia e impulsar Tratados de Libre Comercio bilaterales (Morgenfeld, 2013a).
            En esos años, avanzó la integración latinoamericana: expansión económica y política del Mercosur, aparición de la Comunidad Sudamericana de Naciones, luego Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), creación de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA). En forma paralela, la OEA, escenario de las relaciones interamericanas dominado por Washington desde la posguerra, fue perdiendo influencia. Hasta debió revocar la expulsión de Cuba luego de que los países latinoamericanos presionaran a Barack Obama en la Cumbre de las Américas de 2009. Pocos meses más tarde, hubo una reacción latinoamericana conjunta frente al golpe en Honduras. La UNASUR también actuó rápidamente ante el intento separatista en Bolivia y el levantamiento policial contra Rafael Correa en Ecuador. En febrero de 2010, además, se creó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), una asociación continental que excluye a Estados Unidos y Canadá (Morgenfeld, 2012h). Impulsada por el eje bolivariano y resistida por el Departamento de Estado, la CELAC podría convertirse en un instrumento inédito e histórico de coordinación latinoamericana por fuera del control de Washington. La cumbre inaugural se realizó en Caracas (diciembre 2011) y luego hubo reunionres presidenciales en Santiago de Chile (enero de 2013) y en La Habana (enero 2014).
            La última Cumbre de las Américas, realizada en abril de 2012, se llevó adelante en este novedoso contexto regional, al que se le sumaron condimentos especiales: la crítica situación económica internacional y el complejo panorama político en Estados Unidos, que vivía un año de elecciones presidenciales. Por lo tanto, la Casa Blanca debió transitar un muy delicado equilibrio entre las necesidades estratégicas del Departamento de Estado y el Pentágono, las presiones ejercidas por poderosos lobbies estadounidenses y las aspiraciones electorales de Obama (Morgenfeld, 2012a).
            En este artículo, analizamos el devenir de las relaciones interamericanas en las dos últimas cumbres presidenciales, focalizándonos en la mutación de las relaciones entre Estados Unidos y Nuestra América[i] y en los momentos de esperanza y decepción suscitadas en la región a partir de la llegada de Obama a la Casa Blanca, en función de las continuidades de su política hacia América Latina, respecto de su repudiado antecesor, George Bush (hijo). Esta investigación se enmarca en una mayor que iniciamos hace una década, analizando la manifestación de las relaciones regionales en las conferencias panamericanas (Morgenfeld, 2011). Entendemos que las cumbres de mandatarios regionales son un escenario privilegiado para analizar las etapas de las relaciones entre los gobiernos de Estados Unidos y sus pares latinoamericanos ya que allí se manifiestan las distintas contradicciones entre proyectos alternativos de integración regional, que son a su vez la expresión, mediada, de las contradicciones entre capital y trabajo, entre las distintas potencias que se disputan sus intereses en la región y entre éstas y los países dependientes de Nuestra América. El contraste entre la importancia de los debates en las Cumbres de las Américas –como particular manifestación y escenario de la lucha entre las potencias por posicionarse en América Latina y de las contradicciones entre los países imperialistas y dependientes– y la relativamente escasa atención que se le dio en la historiografía de las relaciones internacionales lo transforman en un campo de investigación de gran relevancia.


 -Leer el artículo completo y dossier "Imperialismo hoy" acá- 



* Doctor en Historia (UBA). Docente en la Universidad de Buenos Aires, en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación y en la Universidad del Salvador. Investigador del CONICET, radicado en el IDEHESI. Miembro del Grupo de Trabajo CLACSO "Estudios sobre Estados Unidos". Autor de Vecinos en conflicto (Ediciones Continente, 2011) y Relaciones Peligrosas (Capital Intelectural, 2012). Contacto: leandromorgenfeld@hotmail.com / vecinosenconflicto.blogspot.com
[i] Tanto la expresión Nuestra América como América Latina refieren en este texto al conjunto de los países de América Latina y el Caribe, es decir los 33 países del continente que no son ni Estados Unidos ni Canadá.

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